Las demandas de los vecinos. Hora de decir basta.

Los mecanismos judiciales para la solución de controversias generalmente son presentados como una etapa superior de las relaciones internacionales, un procedimiento que hace prevalecer la razón y el derecho en un ámbito que de otra manera sería una cruda y violenta competencia de fuerzas. No es posible descalificar esta forma de valorizar y apreciar como un avance esta alternativa de solución de controversias internacionales, sin embargo, es necesario tener presente sus limitaciones y las ficciones que los rodean.
Lo primero es que estos mecanismos no son de aplicación universal y obligatoria sino opciones voluntarias que algunos países aceptan e incorporan a sus comportamientos; que otros aceptan con limitaciones –las “reservas” a los tratados-, y que otros derechamente rechazan o ignoran. También está el asunto de la inexistencia de una autoridad capaz de hacer respetar sus fallos y sancionar a los rebeldes con el apoyo de una policía internacional imparcial.
Es contra esta realidad que debemos revisar la reiterada declaración de los gobiernos de Chile de lo que sería su “tradición” internacional: la judicialización de las diferencias internacionales, es decir llevar los conflictos con otros países a un tribunal.
El caso más conspicuo en este ámbito es el llamado “Pacto de Bogotá” o “Tratado Americano de Soluciones Pacificas” suscrito en esa ciudad el 30 de abril de 1948. Este tratado forma parte de un conjunto de acuerdos interamericanos, políticos y de seguridad establecidos por los EEUU en el marco de la Guerra Fría con el propósito de organizar la región para el enfrentamiento militar y político a muerte con la Unión Soviética.
El objetivo del tratado fue imponer una obligación general a sus signatarios para resolver sus conflictos a través de medios pacíficos. También los obliga a agotar los mecanismos regionales de solución de los asuntos antes de acudir al Consejo de Seguridad de Naciones Unidas (en el cual la URRS tenía poder de veto) para lo cual confiere jurisdicción a la Corte Internacional de Justicia (CIJ).
Entre los veintiún países signatarios del convenio, nueve lo ratificaron sin reservas: Brasil, Colombia, Costa Rica, Haiti, Honduras, México, Panamá, República Dominicana y Uruguay; seis lo ratificaron con reservas: Bolivia, Chile, Ecuador, Nicaragua, Paraguay y Perú; cinco no lo ratificaron: Argentina, Cuba, Estados Unidos, Guatemala y Venezuela y dos lo denunciaron después de haberlo aprobado: El Salvador y Colombia, este último el 28 de noviembre de 2012 tras el fallo de la CIJ en su litigio con Nicaragua.
Los elementos más relevantes de este Tratado están contenidos en sus siguientes artículos: el Artículo I que dice que (los estados) convienen en abstenerse de la amenaza, del uso de la fuerza o de cualquier otro medio de coacción para el arreglo de sus controversias y en recurrir en todo tiempo a procedimientos pacíficos. El II por el cual los países reconocen la obligación de resolver las controversias internacionales por los procedimientos pacíficos regionales antes de llevarlas al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. El Artículo VI. Que el tratado no podrán aplicarse a los asuntos ya resueltos por arreglo de las partes, o por laudo arbitral, o por sentencia de un tribunal internacional, o que se hallen regidos por acuerdos o tratados en vigencia en la fecha de la celebración del presente Pacto (1948) y el Artículo XXXI. Los países reconocen al Tratado como “obligatorio y a la CIJ, ipso facto, sin necesidad de ningún convenio especial mientras esté vigente el presente Tratado”, la jurisdicción de la Corte en todas las controversias de orden jurídico que surjan entre ellas y que versen sobre: La interpretación de un Tratado; cualquier cuestión de Derecho Internacional; la violación de una obligación internacional.
Como se puede apreciar el ámbito de mayor aplicabilidad del Tratado se encuentra en los problemas de delimitación territorial o jurisdiccional. Los diferendos de tipo comercial o político se negocian en otras instancias ad-hoc creadas posteriormente y no suelen referirse a la interpretación de tratados ni del Derecho internacional. En esta misma línea la globalización ha creado una amplia gama de alternativas de negociación y arbitraje.
Lo anterior indica, y la historia lo confirma, que la aplicación de este Pacto por parte de Chile se ha dado en problemas de delimitación territorial o marítima, con países vecinos: Argentina, Bolivia y Perú. Veamos entonces la utilidad real del Pacto de Bogotá para Chile:

Con Argentina: El Tratado General de Arbitraje entre Chile y Argentina de 1902 estableció que las controversias que pudieran surgir serían arbitradas por la Corona Británica cuya sentencia sería inapelable. Cuando Chile intentó recurrir a este Tratado, el Gobierno argentino rechazó el cumplimiento de lo acordado. Cuando Chile intentó recurrir unilateralmente a la Corte Internacional de Justicia, fue informado por Argentina que de hacerlo, constituiría casus belli. Se acordó formar una corte arbitral constituida por cinco jueces integrantes de la Corte Internacional de Justicia nombrados por consenso de ambos países, quienes debían entregar su fallo al gobierno británico, que finalmente lo aprobaría o rechazaría sin modificarlo. El arbitraje fue solicitado por ambos países el 22 de julio de 1971 y dado a conocer el 2 de mayo de 1977 por la Reina Isabel II en nombre del gobierno británico y Argentina lo declaró “insanablemente nulo” y se negó a cumplirlo.
Luego de un largo e intenso período de tensiones, con amenazas de uso de la fuerza incluida, la mediación del Papa Juan Pablo II, sumados a una intensa crisis política y económica en Argentina lograron llevar a ese país a aceptar una delimitación negociada políticamente y alejada del derecho Internacional, en desmedro de Chile.
Lo indicado en esta muy breve síntesis muestra que Argentina no cumple sus compromisos internacionales, que nunca los ha cumplido y que muy probablemente, nunca los cumplirá. Esto permite concluir que el Pacto de Bogotá, si es que lo suscribiera, sería inútil como instrumento para resolver conflictos entre ambos países. inútil.

Con Perú: La grave crisis internacional entre ambos países entre 1975 y 1976 muestra que cuando Perú se siente más poderoso que Chile no duda en intentar una agresión contra nuestro país. Lo que disuadió a Perú de iniciar una guerra en 1976 fue la determinación de nuestro gobierno en cuanto a luchar sin límites de tiempo ni esfuerzos. Posteriormente, en 2010, la aplicación del Pacto de Bogotá le permitió a Perú llevar a Chile a la Corte Internacional de Justicia, en forma unilateral y contra nuestra voluntad para demandar una revisión de acuerdos libremente contraídos, respecto a la delimitación marítima entre ambos países que, en realidad, correspondían a acuerdos regionales que involucraban a Chile, Perú, Ecuador y Colombia.
Esto indica que cuando Perú cree poder derrotarnos militarmente, no duda en intentarlo, con o sin Pacto de Bogotá, y muestra también que dada nuestra peculiar forma de entender las relaciones internacionales, le permitirá llevarnos a la fuerza a juicios en los que no tenemos nada que ganar y mucho que perder.

Con Bolivia: La lógica política de los gobiernos de Bolivia y en especial de Evo Morales se columpia entre la modernidad, la cultura ancestral boliviana y una versión básica y superficial de Marx. En la lógica de Morales y su grupo, Chile al no entregar una salida soberana al mar a Bolivia, es “injusto”, no “comparte” y es “arrogante”. Por años hablaron de la invalidez del Tratado Paz y Amistad de 1904; súbitamente dejaron de lado esta aproximación e hicieron una presentación a la Corte Internacional de Justicia pidiendo que Chile negociara “de buena fé”, rápido y entregara los territorios requeridos. Es decir entienden “negociación” como una manera de formalizar sus exigencias, que deben ser satisfechas en su totalidad por Chile. Simultáneamente dejan expresamente abierta la posibilidad de recurrir simultánea o posteriormente a otras instancias judiciales, en oposición a lo que dice el Artículo VI del Tratado, en cuanto a que los fallos de la Corte son conclusivos y finales.
En breve, Morales se aproxima a la CIJ como si se tratara de una instancia política y no judicial; que cree que los procedimientos jurídicos son solo indicativos y que las negociaciones son “de buena fe” solo si incluyen finales garantizados y beneficiosos para él y para su país. Dada la mentalidad que se ha conformado en el pueblo boliviano respecto a su atraso y pobreza como los resultantes del abuso a que ha sido sometido por Chile y por su propia elite dirigente, nunca habrá “una solución” que perdure más allá del gobierno boliviano que la negoció. En este sentido, con Bolivia no hay solución posible a sus demandas.
El comportamiento de Morales no podría ser considerado distante de las tendencias más populares en Bolivia, y su creatividad política y jurídica no parece estar constreñida por las fórmulas judiciales. Así, la adhesión de Chile al Pacto de Bogotá solo abre una instancia que permite a los gobiernos bolivianos obligar a Chile a seguirlo en sus desvaríos y ser juguete de sus maniobras y peleas internas. La asimetría entre ambos estados respecto al respeto a los tratados, a la palabra empeñada y a las formalidades internacionales se transforma así en una debilidad para nuestro país.

Se puede concluir que el Pacto de Bogotá, probadamente, no es útil como instrumento jurídico para que Chile dirima conflictos con sus vecinos en condiciones de equidad y confianza que permitan contar con él para defender nuestros intereses nacionales.
Por último, en los tribunales de justicia, nacionales e internacionales se encuentra presente una tendencia creciente que señala que los jueces “hacen justicia” y no se limitan a “aplicar la ley”, con lo cual suplantan a los cuerpos políticos internos e internacionales en sus atribuciones tradicionales de intermediación y determinación de las reglas de convivencia y se auto erigen en representantes directos de las personas y los pueblos. Esta tendencia hace que la suerte de un pleito quede sujeta a aquello que el juez estime justo y donde las pruebas son solo un antecedente más de la causa.

En breve, no es en los argumentos jurídicos en donde Chile podrá defenderse, sino en el recurso a su poder nacional gestionado por políticos y diplomáticos profesionales. Esto comienza por liberarnos del Pacto de Bogotá y tomar la seguridad nacional en nuestras propias.
Las relaciones internacionales de Chile son asunto de políticos y diplomáticos y no de abogados y jueces.

Pasó la hora judicial y llegó la hora de la política.