Las Guerras Orientales del siglo XXI

Durante los siglos XVIII y XIX las naciones europeas sostuvieron un gran número de guerras en el norte de África y en Medio Oriente. Eran guerras coloniales, destinadas a imponer su dominio directo y total sobre territorios y poblaciones nativas con el propósito de obtener réditos económicos o prestigio.
La diferencia central con las también numerosas intervenciones actuales, es que en el pasado aspiraban a imponer su control directo y que ahora no quieren gobernarlas sino imponer regímenes autóctonos que compartan y apliquen sus procedimientos políticos, valores y cultura.
Hace algún tiempo escribí un ensayo bajo el título de “Guerra en el siglo XXI; una forma de revolución” que señalaba que “En su definición tradicional la guerra tiene un elemento de continuidad que es su naturaleza política; los estados no hacen la guerra – o no debieran hacerla – sino para obtener o conservar, -mediante el empleo de la fuerza-, condiciones externas que consideran muy necesarias o imprescindibles para su seguridad, prosperidad y honor/valores. La práctica parece señalar que esto habría cambiado, en particular las justificaciones, entornos y procesos para su materialización, y con ello se habría introducido un elemento de confusión que está produciendo guerras de difícil solución exitosa para los agresores, como las de Viet Nam, Kosovo, Iraq y Afganistán.
La guerra, según fue tradicionalmente entendida en la modernidad occidental, ha sido una acción violenta mediante la cual un estado doblegaba la voluntad de otro en vista a conseguir que cediera en algo que le interesaba; más aun, los rituales de la rendición y los tratados que formalizaban el nuevo equilibrio alcanzado, requerían de la continuidad física y de legitimidad del estado derrotado. Actualmente la guerra concluye con el reemplazo completo y total no solo del gobierno, sino del régimen en su conjunto, incluyendo el cambio de elites dirigentes y de las formas y valores que conforman a sus instituciones políticas, y esto marca una situación completamente diferente. La Hipótesis propuesta es que: “A partir de las consideraciones señaladas, esta ponencia propone que actualmente la guerra ha tomado la forma de intervención militar que apunta a la imposición,- en otro estado -, de instituciones, valores y conductas políticas y se ha transformado en un mecanismo de acción política cuyo resultado es una revolución impuesta desde el exterior. De esa manera, incorporando muchas de las características de proceso político y sico-social de la revolución, la guerra actual ha concluido adquiriendo una forma muy compleja y difícil de resolver”.

Desde sus orígenes, Revolución se relacionó con liberación y Guerra con poder y el común denominador de guerra y revolución es la violencia. Este rasgo común es el que facilita el tránsito entre una y otra y las hacen diferentes de los restantes fenómenos políticos. Ambas usan la violencia con fines políticos, sin embargo tienen una profunda diferencia: la guerra está relacionada con la aplicación – siempre violenta – del poder nacional de un estado contra otro para dirimir una “diferencia de intereses”, mientras la revolución se auto justifica con la búsqueda – a veces violenta – de la libertad mediante el “reemplazo del régimen” existente.
Lo novedoso es que actualmente estados u alianzas de estados hacen guerras para “liberar” pueblos o minorías, guerras que abiertamente declaran que concluirán con el establecimiento de un nuevo poder estatal institucionalizado que aspiran a hacer funcionar un nuevo orden socialmente acatado, es decir guerras que, declaradamente, tratan de lograr los fines propios de una revolución.

En estas condiciones, las intervenciones necesitan pasar necesariamente por la destrucción de las fuerzas militares del estado intervenido; por el aniquilamiento del estado mismo; por la ocupación de su territorio, y la eliminación – política, social y a veces física – de sus elites gobernantes. Pero no puede detenerse allí, sino que necesita continuar con la imposición de la dominación formal de la sociedad,- que se aspira llegue a ser libremente aceptada -, a la que se le impone un nuevo poder político apoyado por una fuerza militar hegemonizada, al menos en sus orígenes, por los interventores. En breve, se trata de demoler el régimen existente y reemplazarlo por otro dominado por una elite local que interprete la cultura del interventor.

El problema de fondo se traslada entonces a determinar si es o no posible que una cultura preexistente sea cambiada o impuesta por la fuerza en otra sociedad que ha desarrollado la suya propia y que piensa, vive, reza y muere de otra manera.
Nuestro mundo tiene su base en la cultura griega, con el aporte posterior de Roma y de la religión Judeo – Cristiana. En los siglos posteriores esta base común experimento las variaciones derivadas de procesos históricos diferenciados. Asi, una familia protestante norteamericana tiene diferencias culturales con otra luterana alemana o una calvinista francesa o una católica centroamericana, pero manteniendo siempre una impronta común constituyendo lo que llamamos la cultura “cristiano – occidental”.
Si consideramos el pueblo griego sobre el fondo histórico del antiguo Oriente, la diferencia es tan profunda que los griegos parecen conformar una unidad con el mundo europeo de los tiempos modernos. Hasta tal punto que no es difícil interpretarlo en el sentido de la libertad del individualismo moderno.
Es imposible encontrar el punto común entre las Cariátides y las pirámides de Egipto o la Venus de Milo con las Tumbas Reales de Persia. Unas representan la exaltación del ser humano, de su belleza y desarrollo intelectual y el otro la magnificencia de sus soberanos y la exaltación religiosa. La valoración de la autonomía y el valor infinito del alma humana que cohabitan en el mundo griego y en el judaísmo no están presentes en otras culturas o lo están de otras maneras radicalmente diferentes. Son estas diferencias las que dieron origen a sociedades y culturas diferenciadas. Parece absurdo pretender que Descartes encuentre un terreno común con Mahoma.
Distintas culturas producen regímenes políticos diferentes. Parece de una irrealidad y soberbia mayúscula pretender que nuestro sistema político liberal, democrático, individualista y cada día mas pragmático y materialista sea implantado e interpretado en sociedades como las de Afganistán o en Irák.
Occidente seguirá enfrascado en guerras orientales interminables y “no puede esperar resultados diferentes mientras siga haciendo lo mismo”.