Cualquiera puede darse cuenta de que el sistema político nacional, en particular aquella parte que se refiere a la participación ciudadana, el Congreso y los partidos políticos, ha fracasado irremediablemente.
Sin embargo, es poco o nada lo que se analiza, discute y propone respecto a como salir de este desastre que nos está llevando a una decadencia política que puede terminar no solo en un desastre económico y social, sino incluso en una guerra civil.
Me parece que la única forma de llegar a algo es comenzando desde un diagnóstico mas o menos compartido, ya que de otra manera sería otro diálogo de sordos.
La Ley Orgánica Constitucional de los Partidos Políticos (Ley Nº 18.603, publicada en 1987 actualizada al 2016), comienza estableciendo en su artículo 1 que: “Los partidos políticos son asociaciones autónomas y voluntarias organizadas democráticamente … integradas por personas que comparten unos mismos principios ideológicos y políticos, cuya finalidad es contribuir al funcionamiento del sistema democrático y ejercer influencia en la conducción del Estado, para alcanzar el bien común y servir al interés nacional. Los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y expresión de la voluntad popular, son instrumento fundamental para la participación política democrática, contribuyen a la integración de la representación nacional y son mediadores entre las personas y el Estado”.
Un primer elemento que llama la atención es que siendo los partidos asociaciones de persona que deben compartir principios ideológicos y políticos, tengan como meta “ejercer influencia sobre el Estado para alcanzar el bien común y servir el interés nacional”. Es claro que se puede servir al bien común desde más de una perspectiva ideológica, pero es muy frecuente y muy humano que el bien común y el interés nacional sean dejados para un segundo tiempo, luego de haber impuesto la visión ideológica y política que se profesa. El Poder y su ejercicio es, muy frecuentemente, previo y mas potente que el interés en el bien común.
Es también aparente que el Estado (el Gobierno) no puede hacer política sin reducir el número de interlocutores a una cantidad relativamente menor de grupos, cuyas posiciones sean también identificables y más o menos permanentes. Pero esta aseveración, hoy día dejó de ser tan evidente y verdadera como lo fue hasta hace no muchos años.
La diferenciación entre los partidos políticos se ha ido reduciendo prácticamente a una: la importancia y prioridad relativa de la persona individual, versus la del colectivo y esto, dentro de niveles muy acotados debido a la existencia de una multitud de derechos de las personas mundialmente aceptados y exigidos y de necesidades de eficiencia económica y social, también compartidos en buena parte por toda la comunidad mundial que se rige por los valores de la democracia liberal.
Señala también que “Los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y expresión de la voluntad popular, son instrumento fundamental para la participación política democrática, contribuyen a la integración de la representación nacional y son mediadores entre las personas y el Estado”.
Es cuestionable si es que efectivamente “expresan el pluralismo político”, si en realidad “concurren a la formación y expresión de la voluntad popular”, si son instrumento para la “participación política democrática”, si “contribuyen a la integración de la representación nacional” y son “mediadores entre las personas y el Estado”. Funciones que en el pasado, incluso en el pasado reciente mal o bien en algo contribuían.
Una somera revisión nos muestra que todas estas funciones chocan frontalmente con la realidad, por lo menos con la realidad chilena.
En efecto, los partidos políticos ya no expresan pluralismo político. La forma en que se seleccionan y eligen los candidatos a un cargo que luego conformarán el Poder Legislativo, muestra que el primer factor a considerer, en realidad el que determina su elección, es el conocimento que el público tiene del aspirante al cargo, su popularidad o al menos su notoriedad, lo que no tiene nada que ver con su formación y solidez doctrinaria. Menos aun con su capacidad para usar esas ideas en el análisis, propuesta y selección de alternativas para resolver problemas o necesidades ciudadanas. En breve, para “compartir principios ideológicos y políticos” es necesario, primero, tenerlos y segundo manejarlos teórica y practicamente con soltura.
En cuanto a su función de “concurrir a la formación y expresión de la voluntad popular”, se contradice con la forma en que los elegidos se relacionan con la ciudadanía. Su falta de formación no les permite alcanzar la distancia y superioridad intelectual y de gestión de una gran parte de los ciudadanos comunes, es decir, los ciudadanos influyen más sobre los políticos que éstos sobre aquellos. Por lo demás si su capital electoral se basa en su popularidad parece evidente que los políticos expresan mas el sentir ocasional de las masas que éstas la de aquellos, de otra manera, su popularidad se esfumaría.
Se señala también que “son instrumento fundamental para la participación política democrática”. El desarrollo tecnológico, y con ellos me refiero principalmente a las redes sociales (rrss), ha llevado a que las opiniones, deseos y demandas de los ciudadanos vayan muy por delante -en forma muy exigente e impositiva-, que las ideas, diagnósticos y propuestas. En realidad, el comportamento de los políticos trata de seguir las preferencia que impone “la calle” y solo ocasionalmente es capaz de adelantarse o dirigirlas. Su actividad frente a la ciudadanía se orienta a sorprender, asombrar, impactar, ser visto, divertir y atraer, cualquier cosa, menos nada parecido a la participación democrática.
Una campaña en redes sociales, violenta, bien coordinada y masiva puede crear y levantar estados de ánimo a los que políticos inexpertos sucumben con facilidad. Estados de ánimo que, por lo demás, se diluyen con la misma rapidez con que se crearon.
En este orden de cosas la creciente participación política de estudiantes secundarios primero, universitarios después y diversos otros grupos de tipo social e ideológicos extra sistema, han difundido una forma de activismo asambleísta en que los más organizados, más vocingleros o más violentos, pueden arrastrar a políticos poco y debilmente preparados, que cuentan solo con su imagen y “rostro”. Con poca experiencia, ansiosos por lograr o mantener su popularidad (y su reelección o paso a una instancia de poder más alta) que, tratando de evadir el maltrato via rrss, acceden o más bien los siguen dócilmente en sus exigencias .
Esta práctica que se inició en los espacios públicos ciudadanos ha sido llevada al Congreso mismo, tanto por parte de sus miembros como por bandas llevada ex profeso por ellos mismos para llevar a cabo una práctica de amendrentamiento social y mediático, la funa, de incuestionable origen y práctica totalitaria.
Definitivamente, los miembros del Congreso no son mediadores entre la ciudadanía y el Estado, en el mejor de los casos son conectores entre las oligarquías partidistas y el Gobierno.
En efecto, los grupos controladores y administradores de los partidos tienen su futuro y la continuidad en sus cargos, amarrados a su permanencia en ellos. Así, los intereses del país y el bien común pasan primero por el tamiz de sus intereses personales que se materializa fundamentalmente mediante su habilidad para proveer candidatos llamativos y notorios que tengan posibilidades mas o menos seguras de ser reconocidos y seguidos por las audiencias sociales y públicas. Si las elecciones son en realidad torneos de popularidad, parece evidente que contrariar los gustos y preferencias de una ciudadanía presa de un determinado estado de ánimo o directamente manipulada por las redes sociales, es un actividad de alto riesgo político.
Desde otra prespectiva, para un profesional de alto nivel, el costo alternativo entre iniciar o continuar una carrera política y hacerse a un lado, es muy alto. En una competencia de popularidad o fama circunstancial en competencia con actores famosos, mujeres atractivas, deportistas retirados, personajes de la farándula o payasos sociales, es demasiado alto, lo que lleva y ha llevado a un marcado descenso de la calidad humana y profesional de los políticos chilenos. Un profesional conocido y respetado no se expondrá en una competencia de popularidad con un conjunto de estrellas populares, ante un jurado emocional, masivo y muy manipulable.
Resolver este problema es dificil y requiere muchas medidas que cambien hábitos, estructuras de poder, costumbres y redes de activismo firmemente establecidas que suscitarán gran resistencia. Hay muchos intereses personales y corporativos involucrados, pero se puede, al menos yo creo que se puede.
Melosilla, 17 de Julio de 2020
Fernando Thauby García